El día anterior,
por Gonzalo Rojas.
Un
terrible bombazo sacudió Santiago el lunes pasado, a mediodía. Catorce heridos
y gran conmoción en una de las Comunas de mayor actividad. La bomba estalló
junto al Metro, símbolo de la eficiencia y del orden.
En las
vísperas del 11 de septiembre, ¿el atentado lo habrán provocado esos neonazis
siempre insatisfechos o lo habrán causado esos anarquistas descolgados del
marxismo nuclear?
Porque la
fecha que mañana conmemoramos se lo come todo, se traga el antes y el después:
cualquier cosa que suceda hace referencia a ella.
No es
extraño. Solo los frívolos que ignoran el valor fundante del pasado pueden
pedir que miremos exclusivamente hacia adelante; solo a ellos un bombazo como
el del Subcentro los descoloca, porque siguen convencidos de que recordar que
Chile vivió una gravísima situación entre 1970-3 es un capricho de aquellos a
quienes califican como "anclados en el pasado".
Están muy
equivocados esos progresistas sin sentido histórico, porque una bomba criminal
que descoyunta personas y destroza inmuebles condensa en toda su miserable
pequeñez la magnitud del drama vivido hasta el 10 de septiembre de 1973. Es más
de lo mismo: ya entonces el país estaba siendo descuajeringado, sacado de
cuajo.
Pero
desde hace tiempo se usan expresiones completamente inadecuadas para reflejar
la situación de esos años. Y, lo que es repudiable, las usan derechistas que
podrían perfectamente decir la verdad, pero prefieren escudarse en una
semántica de la mediocridad.
Afirman
que había una polarización que nos llevó al colapso. Asumen así la tesis
marxista de los polos dialécticos que se combaten entre sí, como una ley
histórica ineludible. Pero eso es tan falso para Hungría como para Chile. No
existe tal simetría y solo quienes la inventaron se benefician de esa supuesta
paridad. La verdad es que unos quisieron
hacer la revolución, mientras que otros atinaron a defender su libertad.
Repiten
que todos los políticos de la época fueron culpables por igual, pero de ese
modo desfiguran a líderes como Jorge Prat, Jorge Alessandri, Sergio O. Jarpa y
Jaime Guzmán, quienes desplegaron sus mejores esfuerzos para proponer fórmulas
de bien común por completo ajenas a la confrontación.
Sostienen
que el país estuvo inmerso en los conflictos de la Guerra Fría, pero son
incapaces de distinguir entre la enorme importancia de los 5.291 cubanos (88%
"Diplomáticos") y los 1.916 soviéticos ("técnicos")
oficialmente presentes en Chile, y las platas de la CIA.
Incluso
arremeten contra quienes llaman "los militares golpistas", en la más
burda de las estrategias de autoexculpación, pero no logran hacer olvidar que
fue una enorme mayoría de civiles la que luchó contra la UP mucho antes que los
militares, y que pedimos después -inhábiles ya para obtener nuestra liberación-
el apoyo de las Fuerzas Armadas.
El 10 de
septiembre de 1973, en el país se enfrentaban dos realidades de muy diversa
densidad. Por una parte, las dueñas de casa que hacían colas infinitas, los
estudiantes que rechazaban la instrumentalización de sus universidades, los
comerciantes que no tenían qué ofrecer, los profesionales sometidos a las
directivas políticas en su actividad y los trabajadores obligados a
ideologizarse o ser discriminados. Y por la otra, los activistas de un proyecto
de control Estatal manejado por los partidos de la izquierda, gestores de una
violencia que consideraban legítima para la obtención de sus objetivos.
Chile era
una bomba de tiempo. Pudo estallar en cualquier momento antes del 11 de
septiembre. Y el General Prats temía que si llegase a haber una guerra civil,
la confrontación significaría un millón de muertos. Vaya bombazo.
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