La mezquindad
de la memoria,
por Pablo Ortuzar.
En
su libro “El gran divorcio”, CS Lewis expone una visión particular del
infierno: las personas ahí recluidas, “exentas de amor y aprisionadas en sí
mismas”, pretenden chantajear al universo declarando que hasta que ellos no
sean felices (en sus propios términos), nadie podrá gustar de la alegría,
“pretendiendo así que el Infierno pueda vetar al Cielo”.
Esas
almas viven obsesionadas con ellas mismas, atrapadas en su particular
perspectiva y reacias a moverse de ella. No pueden salir de sí, no pueden amar,
no pueden perdonar: no hay espacios para algo o alguien distinto a ellas, que
no las confirme o que las cuestione.
Desde
este punto de vista, un debate entre sordos voluntarios aferrados a su
subjetividad, a su “memoria”, es un debate infernal. Y ése es exactamente el
tipo de discusión que suele surgir en Chile cada vez que los hechos
relacionados con el régimen militar vuelven al foro público, no sólo entre
quienes tienen un compromiso existencial con la época y actualizan odios
antiguos, sino también entre quienes han construido odios nuevos, como vimos el
domingo pasado en las inmediaciones del Teatro Caupolicán.
Esta
situación evidencia que las políticas de la Concertación orientadas a la
“reconciliación” no cumplieron ese objetivo. La construcción de un relato
histórico en base al testimonio de algunas víctimas de izquierda logró exponer
su horror, miedo y angustia, y ayudó a hacer justicia en algunos casos. Pero la
reflexión respecto de cómo llegó a ocurrir algo así y de qué podemos aprender
de ello, eje de todo esfuerzo reconciliatorio (ya que comprender ayuda a
perdonar), permaneció abandonada.
La
razón de esto es que la pregunta por el cómo llegó a ser posible el odio
radical es incómoda, y su respuesta probablemente no consigna la superioridad
moral de bando alguno. Luego, no tendría utilidad política inmediata, ya que
cuestionaría los actuales mitos, ampliando la perspectiva hacia los odios que,
desde los años sesenta, operaron como prólogo de las violencias posteriores.
La
Concertación fue incapaz de promover esa pregunta, porque se encontró con una
derecha aferrada a un silencio orientado al olvido y porque, como
centroizquierda, se le hizo cómodo gobernar reclamando la legitimidad
sacrificial de la víctima y censurando moralmente al adversario. Este recurso,
explotado hasta el cansancio, se sostuvo en una extensa industria cultural
financiada desde el Estado, cuya coronación fue “Los archivos del Cardenal” y
cuyo templo es el incompleto “Museo de la Memoria”.
Hoy tenemos la oportunidad de hacernos cargo de
esta tarea pensando en el futuro. Si los mecanismos de la violencia y el odio,
y sus formas de operar y propagarse en las sociedades humanas no son estudiados
a fondo y de manera interdisciplinaria a partir de nuestra historia reciente
(un gran desafío para nuestras ciencias sociales y humanidades), habremos
banalizado, por pequeñez política, el miedo, el sufrimiento y hasta la muerte
de miles de personas de distintos grupos y bandos. Pero, además, no habremos
obtenido lección alguna de aquellos hechos, quedándonos atrapados en la
mezquindad de la memoria, expuestos al Infierno.
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