El pueblo alemán
destruyó con sus propias manos el Muro de Berlín, conocido por los espíritus libertarios como el muro de la
vergüenza que dividió durante 25 años a la familia y al pueblo germano.
Todos
esos muros,
por Gonzalo Rojas Sánchez.
En mi oficina de profesor universitario hay un pequeño trozo del Muro de
Berlín. Está colocado junto a un fósil de almeja, a una piedra rica en
minerales brillantes y a un trozo de roca con restos de insectos incrustados.
No debiera estar ahí, no es ese su lugar.
La almeja y la piedra, la roca y los insectos, son la naturaleza misma,
expresada en algunas de sus tantas manifestaciones de vitalidad. El Muro, por
el contrario, fue el símbolo de lo artificial, fue la señal de la muerte
anticipada.
Exageraríamos su importancia si hubiese sido solo uno, el de Berlín, pero
desgraciadamente esa muralla siniestra se ha multiplicado donde ha puesto sus
pies el marxismo. Pisan en un lugar y dele con que construyen un muro de
inmediato a su alrededor.
Dentro de la propia Unión Soviética, los 476 campos principales y los dos mil
recintos subordinados que conformaron el Gulag constituyeron el muro para
millones de enemigos del pueblo, o sea, para los hombres y mujeres libres no
suficientemente domesticados. Al oeste de sus fronteras, y desde el Báltico al
Mediterráneo, toda una cortina de hierro cerró el paso a la libertad de
millones de europeos durante casi 50 años.
En el Asia, Corea, Vietnam y Camboya construyeron sus propios muros: una
frontera hasta hoy inexpugnable en la península del norte; un pueblo reprimido
bajo dominio comunista en la península del sudeste; y un genocidio de hasta el
26% de la población en la tierra camboyana; por esos campos de la muerte
deambularon y perecieron los millones de asiáticos que no pudieron sobrepasar
esas murallas.
En la América de hace 55 años, Cuba cerró sus fronteras y tiempo después,
Nicaragua la imitó; ahora es Venezuela la que va levantando su propio muro. Por
su parte, Angola y Mozambique son algunos de los tristes ejemplos de las
murallas que el marxismo levantó en África: una pobreza que llega hasta el 54%
de la población en ese último país, el que luce orgulloso en su capital,
Maputo, una calle llamada Salvador Allende.
Es encantador que los marxistas hablen con frecuencia de campañas del terror,
cuando ellos han hecho del terror su campaña. Ahí están los Muros derribados y
los Muros aún en pie para atestiguarlo.
Mira de qué te libraron las Fuerzas Armadas y de Orden en septiembre de 1973,
querido Chile. Míralo ahora, cuando los subyugados por tantas décadas de
comunismo celebran en estos días 25 años de libertad. Míralo con calma, para
que te hagas sensible a esos otros muros que hoy quieren levantar en tu piel y
en tu corazón, muros más sutiles, pero quizás más inexpugnables.
Porque en todo su accionar los marxistas van construyendo murallas: entre la
persona humana y Dios, entre la persona humana y su conciencia, entre la
persona humana y su racionalidad, entre los miembros de una misma familia,
entre las personas que trabajan juntas al enfrentarlas continuamente, entre las
generaciones de padres e hijos. Entre la materia y el espíritu, entre la
ciencia y la fe, entre las personas y sus proyectos.
Ahí donde hay una posibilidad de auténtico desarrollo humano, ahí aparece un
marxista para levantar un Muro, administrarlo y castigar con la muerte a todos
los que osen sobrepasarlo.
No pasarán. Era el lema de los comunistas españoles al son de la Pasionaria. Es
la consigna de todos los marxistas en el mundo, en cuanto han logrado levantar
un muro.
El trozo del Muro de Berlín cambiará de lugar en mi oficina este 9 de
noviembre: irá a posarse bajo una foto de 1956 que muestra a los heroicos
combatientes húngaros por la libertad. Ellos, mártires de la dominación
comunista, anticiparon tantas otras luchas y la victoria del 89.
Justo entremedio, y con carácter ejemplar, fue la nuestra del 73.
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