Al margen de la realidad,
por Pablo Rodríguez Grez.
Es curioso constatar que los dos grandes problemas que afectan a Chile en este momento (la educación y la institucionalidad política) se tratan y debaten al margen de la realidad histórica. Da la impresión de que los chilenos rehuimos asumir el pasado y reconocer los desencuentros que determinaron, en medida nada despreciable, el curso de nuestro destino.
Tras la política educacional -que movilizó a una parte significativa de la población- subyace un viejo conflicto que ha confrontado a la enseñanza pública con la enseñanza particular. Para comprender lo que señalo, conviene recordar que en 1872, bajo el gobierno de Errázuriz Zañartu, su ministro de Educación, don Abdón Cifuentes, dictó un decreto que autorizaba a los establecimientos de enseñanza privada a tomar exámenes en sus colegios y ante comisiones integradas por sus profesores. Contra este decreto se alzaron violentamente el historiador y académico de la Universidad de Chile don Miguel Luis Amunátegui y el rector del Instituto Nacional, don Diego Barros Arana, connotados liberales, y con ellos el alumnado de los establecimientos públicos. A tal punto llegó el conflicto, que la casa del ministro Cifuentes fue apedreada y, según crónicas de la época, asesinado un policía que custodiaba la residencia.
Estos enfrentamientos concluyeron con la exoneración del rector Barros Arana, la renuncia del ministro Cifuentes y la modificación del decreto que desató la guerra. La lucha entre la educación pública y la educación particular se arrastra desde entonces, no es nada nuevo, y seguirá manifestándose en el futuro de muchas maneras. Lo relevante, en esta discordia, es el debilitamiento del principio del "Estado docente", que tuvo, hasta no hace mucho tiempo, enorme importancia y contribuyó poderosamente a elevar los niveles culturales del país. Hoy, empero, no tiene la misma fuerza y ha sido sustituido por la "libertad de enseñanza", que compromete a todos los sectores de la sociedad en el desarrollo y perfeccionamiento del proceso educacional. Dígase lo que se quiera, pero lo cierto es que tras la movilización en pro de la gratuidad y calidad de la educación sigue pesando poderosamente el anhelo de ciertos sectores de jibarizar la educación particular y restringir la libertad de enseñanza.
Otro tanto puede decirse de nuestro régimen institucional. Se sostiene, con majadera insistencia y disciplinada uniformidad, que el gobierno militar destruyó la democracia e implantó un régimen autoritario y absolutista. La verdad histórica es diametralmente distinta. La democracia en Chile la destruyó un sector político que proclamaba el uso de la lucha armada como único camino para conquistar el poder. Entre 1970 y 1973 nuestro país sufrió una tentativa totalitaria que nos transformó en una especie de conejillo de Indias para politólogos, analistas e historiadores. Las FF.AA. y de Orden asumieron el poder cuando el mundo se debatía entre dos sistemas irreconciliables (Guerra Fría), con el compromiso específico de restaurar la democracia, generando las condiciones para que ella pudiera resistir nuevos embates. Podrá decirse que el tiempo empleado fue excesivo, que la resistencia y la subversión dieron paso a la violación de los derechos humanos, que los sacrificios no fueron compartidos en la misma medida. Todo ello puede ser efectivo, pero la promesa de restaurar la democracia se cumplió y el ejercicio de la soberanía se devolvió al pueblo, respetando el itinerario prefijado. De nada habría valido superar la crisis desatada en 1973, si no estaban dadas las condiciones mínimas para que el sistema democrático pudiera sustentarse y subsistir por sí mismo. Recuérdese la injerencia que entonces ejercían Cuba y la URSS en todas las naciones del continente.
De aquí la importancia de las grandes reformas realizadas durante el gobierno militar, ninguna de las cuales habría podido emprenderse en democracia, atendidas las circunstancias que entonces predominaban en el país y en el mundo.
La historia del siglo XX no comienza en Chile el año 1973.
Para analizar y resolver los dos grandes problemas que hoy motivan las protestas y las movilizaciones (educación e institucionalidad) es necesario reivindicar la verdad o, por lo menos, impedir que se imponga abusivamente un escenario que condiciona el pensamiento y la reflexión. No puede vivirse al margen de la realidad ni acomodar ésta a lo que propicia uno u otro sector. Hay que ventilar un ambiente saturado por las consignas, que desprecia la objetividad y prescinde de la historia.
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